Sitio Web de Héctor E. Medellín Anaya

"DIALOGOS CONCERNIENTES A DOS CIENCIAS NUEVAS" (LA MECANICA Y LA BALISTICA)

Galileo Galilei (1564 - 1642)

En 1492, Colón descubrió un mundo nuevo; en 1610 Galileo, italiano también, aunque más grande que Colón como hombre de ciencia, descubrió un cielo nuevo, cuyas profundidades no se han explorado aún del todo. Asestando al cielo de una noche despejada el telescopio construido con sus propias manos, el matemático florentino fue el primer hombre que contempló el aspecto verdadero de la luna, el primero que descubrió, a inmensa distancia encima de su frente más miradas de lo que habían soñado todos los filósofos. Allí estaba el anhelado mensaje de las estrellas, dado a conocer en "El Mensajero Sideral"; allí la confirmación visible de la astronomía copernicana, valientemente propugnada por Galileo, quedaba patente ante los ojos de todos los inquisidores romanos que se atreviesen a mirar.

A la visión de los cielos añadió el perseguido "caballero andante de la ciencia" la visión de la tierra, no menos perturbadora para los eclesiásticos empecinados en defender los errores de Aristóteles. Despertado a la ciencia por la observación que hizo en su adolescencia de las lámparas que en la catedral de Pisa se balanceaban con movimiento pendular, convencido por los experimentos prolijamente planeados que hizo con piedras de diferentes pesos que caían en tiempos iguales de lo alto de la torre inclinada de la misma ciudad, fue Galileo el primero que conoció y expresó con toda claridad la ley fundamental de la dinámica y la balística, las dos "ciencias nuevas" por él fundadas; a saber, que no es el movimiento mismo sino el "cambio" de movimiento lo que exige la aplicación de una fuerza nueva. Quedaba reservado para Newton el explicar los pormenores lo que sucede cuando dicha fuerza es la gravedad.

La lengua empleada ordinariamente por Galileo es el italiano. La traducción inglesa de "El mensajero sideral" (obra escrita en latín) es obra de Edward Stafford Carlos (1880). Los pasajes entresacados de "Diálogos acerca de dos ciencias nuevas" fueron traducidos por Henry Crew y Alfonso de Salvio, publicados con dicho título (Dialogues Concerning Two New Sciences) en 1914 por la Macmillan Company, y reimpresos en 1939 por la Junta Editora de los Estudios Universitarios del Noroeste (Editorial Board of Northwestern Universities Studies).

INTERLOCUTORES: SALVIATI, SAGREDO Y SIMPLICIO

Salviati: La constante actividad que desplegáis vosotros, los venecianos, en vuestros famosos arsenales, señala al entendimiento estudioso vasto campo de indagaciones, en particular aquella porción de las obras que exigen mecánica; porque en dicha sección de continuo fabrican toda suerte de aparatos y máquinarias, numerosos artesanos entre los cuales debe de haber quienes, en parte por la experiencia heredada y en parte merced a sus propias observaciones, han adquirido gran pericia e inteligencia en la explicación de las cosas.

Sagredo: Tenéis sobrada razón. Tanto, que yo mismo, curioso como soy por naturaleza, a menudo visito este lugar, por el solo gusto de observar la faena de aquellos a quienes, por su superioridad sobre los demás artesanos, denominamos "hombres de primera categoría"...

LA VELOCIDAD DE LA LUZ

Salviati: Observamos que las demás combustiones y resoluciones van acompañadas de movimiento, y rapidísimo. Parad mientes, si no, en la acción de encenderse la pólvora, tal como suele hacerse en las minas y petardos; advertid además cómo la llama del carbón de piedra, a pesar de hallarse mezclada con exhalaciones pesadas e impuras, aumenta su poder de derretir metales, avivándola un par de fuelles. Por eso no entiendo cómo la acción de la luz, aunque purísima, puede estar desprovista de movimiento, y movimiento velocísimo.

Simplicio: La experiencia de cada día nos enseña que la propagación de la luz es instantánea; porque, cuando vemos disparar de muy lejos una pieza de artillería, el chispazo nos llega a los ojos, sin que transcurra tiempo; y, en cambio, el sonido no llega a nuestros oídos sino tras un intervalo perceptible.

Sagredo: Bueno, Simplicio, lo único que puedo inferir de esa experiencia tan conocida es que el sonido, para llegar a nuestros oídos, tarda más que la luz; pero no me dice si la venida de la luz es instantánea o si, aunque rapidísima, ocupa tiempo. Esta suerte de observaciones no nos enseña más que aquello de que "en llegado el sol al horizonte, nos llega su luz a los ojos"; pues, ¿quién me asegura que los tales rayos no han llegado al sobredicho límite antes de llegar a nuestra vista?

Salviati: Lo escaso de la fuerza probatoria así de estas observaciones como de otras por el estilo me indujo en cierta ocasión a elucubrar un método mediante el cual pueda uno averiguar con certidumbre si es en verdad instantánea la iluminación, o sea, la propagación de la luz. El que la velocidad del sonido sea tan grande como lo es, nos da la certeza de que el movimiento de la luz no puede menos de ser velocísimo. He aquí el experimento que se me ocurrió.

Cada una de dos personas cogerá una luz metida dentro de una linterna u otro receptáculo, tal que una de dichas personas, poniéndole delante la mano o quitándosela, impida que pase la luz o la deje pasar hasta los ojos de la otra. Luego se pondrán una frente a la otra, a unos cuantos codos de distancia, y se ejercitarán, hasta adquirir tanta habilidad en descubrir y ocultar sus luces, que en el instante en que viere uno la luz de su compañero descubra la suya. Tras de algunos ensayos la respuesta será tan pronta, que el descubrirse de una luz seguirá al punto el descubrirse de la otra; de suerte que, en descubriendo uno su luz, verá al instante la luz del otro. Habiendo adquirido su pericia a corta distancia, los dos experimentadores, aparejados como antes, ocuparán posiciones separadas entre sí por una distancia de dos o tres millas, y efectuarán el mismo experimento de noche, fijándose con todo cuidado en si las apariciones y eclípses acaecen del mismo modo que a distancias breves; si tal sucede, podremos afirmar con toda seguridad que la propagación de la luz es instantánea; pero si, a una distancia de tres millas, que en realidad, teniendo en cuenta la ida de una luz y la venida de la otra, es de seis, exige tiempo, en tal caso la demora ha de poderse observar con facilidad. De hacerse este experimento a distancias aún mayores, de ocho a diez millas, pongo por caso, pueden emplearse telescopios colocando el suyo cada observador en el lugar donde haya de hacer su experimento de noche. Entonces, aun cuando las luces fueren pequeñas y, por ende, imperceptibles a simple vista, podrán descubrirse y cubrirse con expedición, ya que, puestos y asestados los telescopios merced a ellos fácilmente se verán las luces.

Sagredo: Parece el tal experimento invención ingeniosa y expedita. Mas decidnos a que conclusión os llevan los resultados.

Salviati: En realidad, no he ensayado el experimento sino a distancia breve, de menos una milla; por lo cual no he podido averiguar a punto fijo si la aparición de la otra luz era o no instantánea. Pero de no ser instantánea, es extraordinariamente rápida, momentánea, por decirlo así. Y por lo pronto compararía yo su movimiento con el que vemos en el relámpago que estalla entre nubes, a ocho o diez millas de nosotros. Vemos el comienzo de dicha luz, su fuente y cabeza, por decirlo así, en algún sitio particular entre las nubes; pero enseguida se propaga a los que lo rodean; lo cual parece probar que para la propagación se requiere cuando menos algún tiempo. Porque, si la iluminación no fuese paulatina sino instantánea, no se podría distinguir su origen, su centro, por decirlo así, de sus partes exteriores. ¡En que mar nos vamos deslizando sin percatarnos de ello!. Con vacíos e infinidades de movimientos individuales e instantáneos, ¿podemos alguna vez, aun después de disputas infinitas, llegar a tierra firme?

Sagredo: En verdad estas materias muy lejos quedan de nuestro alcance. Pensemos tan sólo que buscando sobre los números lo infinito, damos con la unidad; que los siempre divisibles se derivan de los indivisibles; el vacío se halla inseparablemente unido a lo lleno. En efecto, las opiniones que de ordinario se tienen acerca de la naturaleza de estas materias son tan enrevesadas que hasta la circunferencia del círculo viene a parar en una recta infinita. . .

¿CON QUE CELERIDAD CAE LA PIEDRA?

Simplicio: Admirable, en verdad, es vuestro discurso; empero, no se me hace fácil creer que el pájaro herido de un disparo caiga con la misma rapidez que una bala de cañón.

Salviati: ¿Por qué no decir que un grano de arena cae con la misma velocidad que una piedra de molino? . Pero, Simplicio, espero que no seguiréis el ejemplo de tantos otros, que, desviando la controversia de su principal intento, se valen de alguna afirmación mía a la cual falta el grueso de un cabello para llegar a la verdad, y con este cabello esconden la falta de otra, gorda como cable de navío? Dice Aristóteles que "una pelota de hierro de cien libras de peso, que cae de cien codos de altura, llega al suelo antes que una pelota de una libra que haya caído de un codo"; yo afirmo que ambas llegan al mismo tiempo.

Hallaréis, haciendo la prueba, que la pelota más grande llevará dos dedos de ventaja a la más pequeña, o sea, que cuando la mayor hubiere llegado al suelo, a la menor le faltan dos dedos para llegar. Ahora bien, no esconderéis detrás los noventa y nueve codos de Aristóteles, ni haréis hincapié en mi leve error, pasando por alto el grandísimo suyo. Declara Aristóteles que cuerpos de peso diferente se mueven dentro de un mismo medio (en cuanto su movimiento depende de su gravedad) con velocidades proporcionales a sus pesos respectivos; lo cual ilustra echando mano de cuerpos con los cuales es dado percibir los efectos de la gravedad puros y sin adulteración, eliminando otras consideraciones, como, por ejemplo, la figura, a fuera de influjos poco importantes, que dependen en gran manera del medio que modifica únicamente el efecto de la sola gravedad.

Así observamos cómo el oro, que es la más densa de todas las sustancias, flota en el aire, si lo reducimos a lámina muy delgada; lo mismo acontece con la piedra molida hasta convertirse en polvo muy menudo. Pero si quisiereis sostener la proporción general, tendréis que demostrar que la misma relación de velocidades se conserva en el caso de todos los cuerpos pesados, y que una piedra de veinte libras se mueve diez veces más aprisa que una piedra de dos; pero yo aseguro que ello es falso, y que, si cayesen de cincuenta o cien codos de altura, llegarían simultáneamente a la tierra.

Simplicio: Acaso el resultado sería diferente, si la caída se hiciese, no ya desde unos cuantos codos, sino desde miles de codos.

Salviati: Si tal quisiese decir Aristóteles, le echaríais a cuestas otro error, que llegaría a falsedad; porque, no pudiendo disponerse en la tierra de tan descomunal altura, claro está que Aristóteles no pudo hacer semejante experimento; y, no obstante, desea dejarnos la impresión de que lo llevó a cabo, hablando de tal efecto como de cosa que vemos.

Simplicio: En realidad Aristóteles no se vale de este principio, sino emplea el otro, que, según creo yo, no da pie a las mismas dificultades.

Salviati: Pero éste es tan falso como aquel; y me asombra el que no veais la falacia ni os percatéis de que, a ser verdad que en medio de densidades y resistencias diferentes, como el agua y el aire, el mismo cuerpo se mueve con más rapidez en el aire que en el agua, según la proporción en que la densidad del agua es mayor que la del aire, se seguiría que todo cuerpo que cae a través del aire también debería caer a través del agua. Pero tal cosa es falsa, ya que muchos cuerpos que bajan por el aire no sólo bajan en el agua, sino se levantan en ella.

Simplicio: No comprendo la necesidad lógica de vuestra conclusión; y, a mayor abundamiento diré que Aristóteles trata únicamente de los cuerpos que caen en ambos medios, y no de los que caen en el aire y suben en el agua.

Salviati: Los argumentos que en pro de los filósofos traéis a colación son tales que el mismo Aristóteles los habría rechazado ciertamente, para no agravar más aún su error primero.

ENVIDIA

Simplicio: A mi parecer, los argumentos anteriores dejaban algo que desear; pero ahora me doy por el todo satisfecho.

Salviati: Los hechos que hasta ahora he traído a colación y en particular el que hace ver cómo la diferencia de los pesos, por muy grande que fuera, no produce efecto alguno en el cambio de velocidad de los cuerpos que caen, de suerte que, en cuanto se refiere al peso, todos ellos caen con igual velocidad, esta idea, digo, es tan nueva y, al parecer, tan ajena de la realidad, que, de no disponer de medios de hacerla tan clara como el sol, más valiera no haberla mencionado; pero, ya que le permití salir de mis labios, no he de omitir experimento ni argumento alguno para corroborarla.

Sagredo: No sólo esta opinión vuestra, sino muchas otras son tan ajenas a las doctrinas y pareceres comúnmente admitidos, que, si las publicaseis, os acarrearíais gran número de adversarios; porque la naturaleza humana es de tal suerte, que los hombres no miran con buenos ojos los descubrimientos, verdaderos o falsos, que se hacen en su propio terreno, cuando los hacen otros distintos de ellos. Tachan al tal de novador en achaque de doctrina, título poco grato, mediante el cual esperan cortar el nudo que no pueden desatar; y se empeñan en destruir con minas subterráneas los edificios que alarifes pacienzudos han construido con las herramientas acostumbradas. Mas, para nosotros, que no tenemos pensamiento de ese jaez, son del todo satisfactorios los experimentos y argumentos que hasta ahora habéis presentado.

HUESOS GIGANTESCOS

Por lo ya demostrado, fácilmente podréis ver la imposibilidad de aumentar el tamaño de las estructuras, hasta darles grandes dimensiones, así en la naturaleza como en el arte. Asimismo, la imposibilidad de construir palacios, barcos o templos de enorme tamaño, de suerte que queden trabados unos con otros sus remos, vergas, baos y pernos de hierro y, en suma, todas sus partes; ni puede la naturaleza producir árboles de tamaño extraordinario, porque las ramas se quebrarían por su mismo peso. Del mismo modo, imposible sería edificar las estructuras óseas de los hombres, caballos y demás animales de manera que quedasen trabadas y cumpliesen sus funciones ordinarias si dichos animales tuvieran que aumentar enormemente en estatura; porque este aumento de estatura no puede lograrse sino empleando un material más duro y fuerte que el de costumbre o agrandando el tamaño de los huesos, y cambiándoles así la figura, hasta que la forma y aspecto de los animales hiciese pensar en monstruos. Tal vez esto es lo que tuvo presente nuestro discreto poeta, cuando, describiendo un desaforado gigante:

Calcularle la talla es imposible:

Tan fuera de medida es su tamaño. 1

Para ponerlo ante los ojos, he dibujado un hueso cuyo largo natural se ha triplicado y cuyo grosor se ha multiplicado de suerte que, para un animal de tamaño proporcionalmente grande, pueda desempeñar la misma función que el hueso pequeño cumple para su animal pequeño también. Por las figuras que aquí se muestran, podréis ver cuán desproporcionado parece el hueso que se agrandó. Es, por lo tanto, cosa manifiesta que si uno deseare conservar en un gran gigante la misma proporción de miembros que se halla en un hombre ordinario, o bien tendrá que descubrir un material más fuerte y resistente para fabricar los huesos, o bien consentir en una disminución de robustez, si se le compara con los hombres de talla mediana; porque, de aumentársele inconsiderablemente la talla, se desplomará y quedará aplastado por su propio peso. Por el contrario, si se disminuye el tamaño de un cuerpo; pues, en efecto, cuanto más pequeño fuere un cuerpo, tanto mayor será su vigor relativo. Así, un perro pequeño podría probablemente llevar encima del lomo dos o tres perros de su mismo tamaño; pero no creo que un caballo pudiera llevar ni siquiera uno de su tamaño.

 

1(Ariosto, Orlando furioso, XVII, 30.)

Simplicio: Puede que así sea; pero me inclina a ponerlo en duda el tamaño enorme que alcanza cierto pez por el estilo de la ballena; que, según tengo entendido, es diez veces más grande que un elefante y, sin embargo, todos ellos se sostienen a sí mismos.

Salviati: Vuestra observación, Simplicio, me hace pensar en otro principio en el que hasta ahora no había parado mientras y que da a los gigantes y otros animales de enorme tamaño la posibilidad de sostenerse a sí mismos y moverse de una parte a otra lo mismo que los animales más pequeños. Puede obtenerse tal resultado, bien aumentando la fuerza de los huesos y demás partes destinadas a llevar no sólo su propio peso, sino la carga sobreañadida, o bien manteniendo constantemente las proporciones de la armazón ósea; el esqueleto se sostendrá del mismo modo y hasta con mayor facilidad, con tal que se disminuya en la misma proporción el peso del material óseo o de la carne y todo lo demás que el esqueleto tenga que llevar. Este segundo principio es el que emplea la naturaleza en la estructura del pez, haciéndole los huesos y músculos no sólo livianos, sino por completo desprovistos de peso.

Simplicio: Salta a la vista el sesgo de vuestra argumentación, Salviati. Puesto que el pez vive en el agua, la cual, por su densidad o, como dirían otros, por su pesantez, disminuye el peso de los cuerpos sumergidos en ella, queréis decir que por esta razón los cuerpos de los peces estarán desprovistos de peso, y se sostendrán sin daño de sus huesos. Empero, esto no basta; porque, aun cuando no pese lo demás del cuerpo del pez, no cabe duda sino que los huesos le pesan. Consideremos, por ejemplo, una costilla de ballena que tenga las dimensiones de un bao: ¿quién podrá negar que pesa mucho y que tiende a irse a pique, si se la pone en el agua? Por tanto, difícilmente podría esperarse que moles grandes se sustenten a sí mismas.

Salviati: ¡Agudísimo reparo, a fe mía! Más ahora, por vía de respuesta, decidme si habéis visto alguna vez peces que a su antojo se estén quedos dentro del agua, sin bajar hasta el fondo ni subir a la superficie, absteniéndose de gastar fuerzas en nadar.

Simplicio: Es un fenómeno harto sabido.

Salviati: Pues, el que los peces puedan estarse inmóviles debajo del agua es una razón decisiva para pensar que la materia de sus cuerpos tiene la misma gravedad específica que el agua, y, por consiguiente, si en su estructura hay ciertas partes más pesadas que el agua, ha de haber otras más livianas que ésta, pues de otra suerte no producirían equilibrio.

Luego, si son pesados los huesos, es menester que los músculos u otros constitutivos del cuerpo sean más livianos, para compensar con su ligereza el peso de los huesos. Por consiguiente, hemos de dejar de maravillarnos de que esos animales enormemente grandes moren en el agua más bien que en la tierra, o sea, en el aire.

Simplicio: Quedo convencido; y sólo deseo añadir que los que llamamos animales terrestres deberían llamarse en realidad animales aéreos, puesto que en el aire viven, del aire están rodeados y respiran aire.

Sagredo: Me ha complacido el discurso de Simplicio, incluyendo así la pregunta suscitada como la respuesta. Además, entiendo fácilmente que, de vararse en la playa uno de esos peces gigantes, quizá no se sostendría largo tiempo, sino quedaría aplastado por su propia mole, en aflojándose las trabazones de los huesos.

Salviati: Me inclino en favor de vuestra opinión; y, en efecto, casi creo que sucedería lo mismo en el caso de un navío muy grande que flotase en el mar sin desplazarse con el peso de su carga y armamento y que en tierra firme y en el aire probablemente se desencuadernaría.

EL CAMBIO DE LUGAR

[ Habla aquí el propio Galileo ]

Mi intento es exponer una ciencia muy nueva que trata de un asunto muy viejo. No existe en la naturaleza nada más viejo que el movimiento, acerca del cual los filósofos han escrito libros que no pecan de escasos ni de pequeños. Sin embargo, mediante la experimentación he descubierto algunas propiedades de él dignas de conocerse y hasta ahora nunca observadas ni demostradas. Se han hecho, por ejemplo, algunas observaciones someras de que el movimiento libre de un cuerpo pesado que cae tiene aceleración continua; pero hasta ahora no se ha formado con exactitud el ámbito de tal aceleración; pues, que yo sepa, nadie ha señalado que las distancias que en intervalos iguales de tiempo recorre un cuerpo que parte del estado de reposo guardan con las de otro la misma proporción que los números impares, comenzando por la unidad.

Se ha observado que los dardos y las balas recorren cierta especie de trayectoria curva; pero nadie ha enunciado que la tal trayectoria es una parábola. He logrado probar así esta verdad como otras no escasas en número ni menos dignas de conocerse; y, lo que juzgo más importante aún, con ello se ha abierto a esta vasta y excelentísima ciencia, de la cual mis trabajos no pasan de ser un comienzo, caminos y vías merced a las cuales otras inteligencias más sagaces que la mía exploran sus rincones remotos.

La primera parte de nuestro discurso trata del movimiento uniforme o constante; la segunda, del movimiento que hallamos en la naturaleza acelerado; la tercera trata de los llamados movimientos violentos y de los cuerpos arrojadizos.

El movimiento uniforme: Al tratar del movimiento uniforme hemos menester una definición, que hoy doy como sigue:

Definición: Por movimiento uniforme o constante, entiendo aquel en el cual son iguales las distancias recorridas en intervalos iguales por la partícula que se mueve.

EL EXPERIMENTO DE LA BOLA RODANTE

Salviati: Se cogió un trozo de madera escuadrado, de unos doce codos de largo, medio codo de ancho y tres dedos de espesor; en una cara se le abrió una canaleta de poco más de un dedo de ancho; habiendo hecho esta ranura muy recta, lisa y pulida, y revestídola de pergamino también lo más liso y terso posible, echamos a rodar por ella una bola de bronce dura, lisa y muy redonda. Puesta la tabla en posición inclinada, alzándole un extremo a uno o dos codos sobre el nivel del otro, echamos a rodar la bola por la ranura, como lo acabo de decir, y anotamos, del modo que enseguida se describirá, el tiempo necesario para la bajada. Repetimos este experimento más de una vez, a fin de medir el tiempo con exactitud tal, que la diferencia entre dos observaciones no excediese nunca a la décima parte de un latido del pulso. Efectuada esta operación y habiendo adquirido certeza de lo seguro de ella, hicimos que la bola recorriese tan sólo la cuarta parte del largo de la ranura; y, medido el tiempo de la bajada, hallamos que era cabalmente un cuarto del de la bajada anterior. Hicimos la prueba con otras distancias, cotejando el tiempo empleado por la bola en recorrer la longitud entera con el empleado en recorrer la mitad, los dos tercios o cualquier otra fracción de ella; y en tales experimentos, repetidos más de cien veces, siempre hallamos que los espacios recorridos eran entre sí como de los cuadrados de los tiempos, y que esto era verdad para todas las inclinaciones del plano, o sea, de la ranura por donde rodaba la bola. También observamos que los tiempos de bajada para diversas inclinaciones del plano guardaban entre sí cabalmente la proporción que, como más adelante veremos, el autor les había previsto y demostrado.

Para medir el tiempo empleamos una vasija grande de agua, puesta en un punto elevado; al fondo de esta vasija se soldó un tubo de diámetro pequeño por donde salía un hilillo de agua que recogíamos en un vasito durante el tiempo de cada bajada, así para todo lo largo de la ranura como para una parte de la longitud de ésta; el agua recogida de esta suerte se pesaba, después de cada bajada, en una balanza muy precisa; las diferencias y proporciones de esos pesos nos dio las diferencias y proporciones de los tiempos, con tal exactitud que aun con la operación se repitió una y otra vez, no hubo discrepancia apreciable en los resultados.

Simplicio: Me hubiera gustado hallarme presente a esos experimentos; pero confiado en el esmero con que los llevasteis a efecto y en la fidelidad con que los referís, me doy por satisfecho y los recibió por válidos y verdaderos.

Del libro Autobiografía de la ciencia de Forest Ray Moulton y Justus J. Schifferes (Traducción de Francisco A. Delpiane).