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LAS ONDAS DEL ETER: CAPITULO NUEVO DE LA FISICA

Christian Huygens (1629 -1695)

 

A cada tic-tac "el reloj del abuelo" canta las alabanzas del talento mecánico y matemático del holandés Christian Huygens, pulidor de lentes, astrónomo y uno de los iniciadores de la física moderna, el cual por vez primera (1673) inventó un medio práctico de hacer que el péndulo señalase el tiempo. El reloj de péndulo. No cabe ponderar cuánto se merece la importancia que la medición exacta del tiempo tiene para el desarrollo de la experimentación científica.

Otros problemas científicos capitales a que consagró Huygens sus investigaciones son las concernientes a la velocidad y a la naturaleza de la luz, las cuales estudian en su "Tratado de la luz" (Traitè de la Lumière) presentado en 1678 a la Academia Francesa, publicado en 1690, y reproducido parcialmente en esta obra. En dicho opúsculo dio por vez primera el nombre de éter al "medio" en que se mueven las ondas luminosas, las de la radio y los rayos cósmicos. Volveremos a encontrarnos con ese inquietante "medio" en las obras avanzadas de Hertz y de Maxwell. Como astrónomo, Huygens, trabajando con poderosos telescopios construidos por él mismo, descubrió un satélite de Saturno y explicó la naturaleza de los anillos de este planeta.

La teoría ondulatoria de la luz, propugnada por vez primera por Huygens, no tuvo aceptación por espacio de más de un siglo, hasta que las investigaciones realizadas en el campo de la óptica por el versátil médico inglés Thomas Young (1773 - 1829), que descubrió la clave de los jeroglíficos egipcios en la piedra de Rosetta, y del físico francés A. J. Fresnel (1788 - 1872) hicieron revivir la teoría de Huygens, para explicar la interferencia de los rayos luminosos. Estos hombres derribaron la teoría corpuscular de la luz, conservada hasta entonces merced a la autoridad de Isaac Newton. Actualmente (véase Schrödinger) parece que tenían razón Newton y Huygens.

El original del "Tratado de la luz" está escrito en francés, porque Huygens, que nació en la Haya, había aceptado la invitación que le hizo Luis XIV para que residiese en París. La traducción inglesa, hecha por Silvanus P. Thompson, se publicó el año de 1912 (Macmillan and Company: Londres).

No hallo que nadie haya dado una explicación probable de los fenómenos primeros y más notables de la luz, a saber, porqué no se propaga sino en línea recta, y cómo es que los rayos visibles, que proceden de infinitos lugares distintos, se cruzan unos con otros, sin estorbarse mutuamente de ninguna manera. . .

Inconcebible es dudar que la luz consiste en el movimiento de alguna especie de materia. Porque, si miramos su producción, vemos que aquí en la tierra se engendra precipitadamente del fuego y de la llama, los cuales ciertamente contienen cuerpos que están en movimiento veloz, puesto que disuelven y derriten muchos otros cuerpos, aún los más sólidos; y, si consideramos sus efectos, vemos que cuando se concentra la luz, como se hace mediante los espejos cóncavos, posee la propiedad de quemar, lo mismo que el fuego, es decir, disgrega las partículas de los cuerpos. Por cierto es ésta la señal del movimiento, al menos, según la filosofía verdadera, de acuerdo con la cual concebimos las causas de todos los efectos naturales en términos de movimientos mecánicos. A mi juicio, así tenemos que hacerlo forzosamente, o, de lo contrario, hemos de renunciar a toda esperanza de llegar alguna vez a entender algo de física.

Y, como, según esa filosofía, damos por cierto que la sensación visual se excita únicamente por la impresión de algún movimiento de cierta especie de materia que actúa sobre los nervios de la parte posterior de nuestros ojos, tenemos otra razón más para creer que la luz consiste en el movimiento de la materia existente entre nosotros y el cuerpo luminoso.

Además, cuando consideramos la extremada velocidad con que se desparrama la luz por todas partes, y cómo, cuando viene de regiones diferentes, aun de aquellas que son del todo opuestas entre sí, se atraviesan mutuamente los rayos sin estorbarse, podemos comprender a las claras que cuando vemos un objeto luminoso, ello no puede tener por causa un transporte de materia que nos viene de dicho objeto, al modo como cruza por el aire una bala o una flecha; porque ciertamente tal suposición estaría grandemente en pugna con estas dos propiedades de la luz, sobre todo con la segunda. Quiere decir entonces que la luz se propaga de alguna otra manera; y lo que puede llevarnos a entenderla es el conocimiento que tenemos de la propagación del sonido en el aire.

Sabemos que mediante el aire, es que un cuerpo invisible e impalpable, se esparce el sonido en torno del lugar en que se produce, en virtud de un movimiento que pasa sucesivamente de una parte del aire a otra, y que, como la propagación de tal movimiento se hace con igual rapidez por todas partes, debe de formar superficies esféricas que se van agrandando cada vez más y quedan en nuestros oídos. Ahora bien, no cabe duda de que la luz también viene del cuerpo luminoso a nuestros ojos en virtud de algún movimiento comunicado a la materia que se halla entre éstos y aquel, puesto que, como ya lo dijimos, no puede ser mediante el traslado de un cuerpo que pase allá a acá. Si, a mayor abundamiento, la luz necesita tiempo para ir de un punto a otro –cosa que vamos a examinar ahora-, síguese que ese movimiento suyo, comunicado a la materia que esta entre medio, es sucesivo; y que, por lo tanto, la luz se propaga, lo mismo que el sonido, mediante ondas y superficies esféricas; pues las llamo ondas, por la semejanza que tienen con las que vemos que se forman en el agua cuando en ella se arroja una piedra, las cuales se propagan sucesivamente en forma de círculos, aunque éstos tienen otra causa y sólo se dan en una superficie lisa.

Esto supuesto, para ver si la propagación de la luz requiere tiempo, consideremos primeramente si hay o no hechos de experiencia que puedan convencernos de lo contrario. Por lo que toca a los que pueden darse aquí en la tierra, encendiendo luces a gran distancia, aunque prueban que la luz no exige tiempo sensible para recorrer tal distancia, se podría decir con razón que esa distancia es demasiado pequeña, y que la sola conclusión que de allí puede sacarse es que la velocidad de la luz es extremada. . . como unas cien mil veces mayor que la del sonido.

Mas aquello de que he hechado mano como de mera hipótesis se ha hecho recientemente cosa muy plausible como verdad probada, merced a la ingeniosa prueba realizada por el señor [Olaus] Römer[(1644 – 1710), astrónomo danés], la cual voy a referir aquí, esperando que su autor nos brinde cuanto fuere menester para confirmarla. Fúndase. . . en observaciones astronómicas, y no sólo demuestra que la luz requiere tiempo para ir de un sitio a otro, sino también hace ver seis veces mayor que aquella que acabo de mencionar.

Para ello se vale [Römer] de los eclipses de los planetas pequeños que giran en torno de Júpiter y que a menudo entran en la sombra de éste.

La velocidad de la luz es más de seiscientas mil veces mayor que la del sonido. Y, no obstante, muy lejos anda esto de ser instantáneo, porque entre lo uno y lo otro media toda la diferencia que existe entre lo finito y lo infinito. Confirmado, pues, de esta suerte el movimiento de la luz, síguese, como lo tengo dicho, que la luz se propaga por ondas esféricas, como el movimiento del sonido.

Ahora bien, si examinamos lo que puede ser esta materia en que se propaga el movimiento del cuerpo luminoso, a la cual doy el nombre de materia etérea, veremos que no es la misma que sirve para la propagación del sonido.

Porque hallamos que ésta es la realidad de lo que sentimos y respiramos; quitado lo cual de un sitio, deja allí todavía otra clase de materia que sirve para transportar luz. Puede probarse esto, golpeando un cuerpo sonoro dentro de un recipiente de cristal del cual se ha extraído el aire mediante la máquina que nos ha dado Boyle y mediante la cual ha llevado él tan hermosos experimentos. Pero al hacer lo que digo hay que tomar la precaución de colocar el cuerpo sonoro encima de algodón o de cuero, de suerte que no pueda comunicar sus vibraciones ni al vidrio que lo encierra ni a la máquina; precaución descuidada hasta lo presente. Pues, en tal caso, después de extraído todo el aire, no se oye sonido alguno del metal, por más que lo golpeen.

Por donde se ve no sólo nuestro aire, que no penetra a través del cristal, es la materia merced a la cual se propaga el sonido, sino también que no es el aire, sino otra materia, aquella en que se propaga la luz, puesto que, quitando el aire del recipiente, la luz no deja de atravesarlo como antes.

Y esto último se demuestra de modo más palmario aún mediante el famoso experimento de Torricelli, en el cual se ve cómo un tubo de vidrio que, al retirarse el mercurio que en él había, queda vacío de aire, sin embargo, sigue transmitiendo luz, lo mismo que cuando había aire en él. Porque esto prueba que en el tubo existe una materia distinta del aire, y que esta materia tiene que haber penetrado el vidrio o el mercurio, aun cuando ambos sean impenetrables para el aire. Y cuando, en el mismo experimento, se hace el vacío, después de poner un poco de agua encima del mercurio, llegamos igualmente al conocimiento de que dicha materia pasa a través del vidrio o del agua, o de entre ambos. . .

Empero, la extremada velocidad de la luz y otras propiedades que ésta posee no pueden admitir semejante propagación del movimiento, y aquí voy a explicar el modo como pienso que esto acontece. Ara ello es menester hablar de la propiedad que han de poseer los cuerpos duros para transmitirse el movimiento de uno a otro.

Si tomamos cierto número de esferas de igual tamaño, fabricadas de una sustancia muy dura, y las disponemos en línea recta, de modo que mutuamente se toquen, vemos cómo, golpeando con una esfera parecida la primera de las esferas dichas, el movimiento pasa en un momento hasta la última de ellas, la cual se aparta de la hilera sin que podamos percibir que las demás se han movido. Y hasta la misma que nos sirvió para dar el golpe se queda inmóvil junto con las demás. Por donde se ve cómo el movimiento pasa con extremada velocidad; la cual es tanto mayor cuanto mayor es la dureza de la sustancia de las esferas.

Pero con todo y con eso sigue siendo cierto que este avance del movimiento no es instantáneo, sino sucesivo y que, por lo tanto, requiere tiempo. Porque si el movimiento, o, si queréis, la disposición para el movimiento, no pase sucesivamente por todas las esferas, todas ella cobrarían movimiento a la vez, y, por ende, juntas avanzarían; lo cual no acontece así. Porque la última se aleja de toda la hilera y adquiere la velocidad de la empujada. Además, hay experimentos que demuestran que todos los cuerpos que encontramos entre los más duros, como el acero templado, el vidrio y el ágata, actúan como resortes, no sólo cuando están alargados en forma de varilla, sino también cuando tienen figura esférica u otra. Porque he comprobado que al golpear con una pelota de vidrio o de ágata una superficie plana ligeramente empañada con el aliento o de otro modo cualquiera, quedan marcas redondas, de tamaño mayor o menor según que el golpe haya sido débil o fuerte. Esto prueba con evidencia que las tales sustancias se detienen allí donde se encuentran, y rebotan; y para esto se requiere tiempo.

Ahora bien, al aplicar esta especie de movimiento al que produce luz, nada nos impide pensar que las partículas de éter son de una sustancia tan cercana a la dureza perfecta y dotadas de una elasticidad tan pronta como queramos. No hace falta examinar aquí las causas de esa elasticidad ni de esa dureza, lo cual nos alejaría demasiado de nuestro asunto.

Con todo, diré, de paso, que podemos figurarnos que las partículas del éter, no obstante su pequeñez, se componen a su vez de otras partes y que su elasticidad consiste en el movimiento rapidísimo de una materia sutil que las penetra por todos lados y obliga a su estructura a tomar una disposición tal, que de a esa materia fluida la salida más abierta y expedita posible. . .

He demostrado, pues, de que manera puede concebirse que la luz se propague sucesivamente en ondas esféricas, y cómo es posible que ésta propagación se haga a una velocidad tan grande como la que exigen los experimentos y las observaciones astronómicas. Y puede anotarse además que, aun suponiendo que las partículas estén en movimiento continuo (que para ello halla muchas razones), no puede estorbarse por eso la propagación sucesiva de las ondas, porque la propagación no consiste de ninguna manera en el traslado de las tales partículas, sino simplemente de una leve agitación que no pueden menos que comunicar a las que las rodean, pese a cualquier movimiento que actuare sobre ellas, haciéndolas cambiar su posición respectiva.

 

Del libro Autobiografía de la ciencia de Forest Ray Moulton y Justus J. Schifferes (Traducción de Francisco A. Delpiane).