SOBRE LAS RELACIONES ENTRE LA LUZ Y
LA ELECTRICIDAD
Heinrich Hertz (1857-1894)
El primer aparato de radio, transmisor y receptor,
construido en el mundo se fabrico en los laboratorios del joven físico alemán
Heinrich Hertz, profesor de la Universidad de Bonn. El primer aparato de radio, que
difícilmente hubiéramos tomado por tal, era un "diapasón" eléctrico,
mediante el cual proponíase Hertz demostrar la existencia física de las ondas
electromagnéticas, cuya existencia hipotética podía inferirse de las ecuaciones
maxwellianas. Con su burdo aparato, Hertz no sólo descubrió en 1888 las ondas de la
radio (denominadas antaño ondas hertzianas), sino que midió la longitud y velocidad
de las mismas ondas, y demostró que podían reflejarse, refractarse y polarizarse. En
la sencilla y encantadora disertación que aquí reproducimos, Hertz explica con toda
modestia su parte a la solución de los problemas del electromagnetismo y de la
óptica, combinados por fin en un sólo y mismo campo. La "serie
ondulatoria" no sólo incluye las ondas luminosas y las radiales
electromagnéticas, sino también las calóricas, los rayos infrarrojos, los
ultravioleta y los cósmicos, y los rayos equis. (Quien deseare una descripción
sencilla de la teoría de las ondas, lea las disertaciones de Huygens y Helmholtz que
incluimos en este volumen).
En septiembre de 1889, Hertz se dirigió en alemán a
la sexagésima segunda asamblea de la Asociación Alemana para el Progreso de las
Ciencias Naturales de la Medicina, en la ciudad de Heidelberg. La traducción inglesa
de esta conferencia característica se publicó en "The Micellaous Papers of
Heinrich Hertz" (The Macmillan Company, Londres y New York).
Cuando uno habla de las relaciones entre la luz y la
electricidad, el profano en estas materias piensa al punto en la luz eléctrica. De
ésta no trata la conferencia presente. Al físico se le viene a la mente una serie de
delicadas reacciones mutuas de entrambos agentes, tales como la rotación que la
corriente produce en el plano de polarización o la alteración de la resistencia de
un conductor por la acción de la luz. Empero, en estos casos la electricidad y la luz
no se juntan directamente: entre ambas interviene un agente intermediario: la materia
ponderable. Tampoco trataremos de este grupo de fenómenos.
Ente los sobredichos agentes hay aún otras relaciones
más, relaciones en un sentido más intimo y estrecho que las antes mencionadas. Voy a
defender la tesis según la cual la luz, sea de la clase que fuere, es un fenómeno
eléctrico: tanto la luz solar, como la de una candela o la de una luciérnaga.
Suprimamos del mundo la electricidad y habremos acabado
con la luz; quitemos del mundo el éter lumínico, y dejarán de cruzar el espacio las
acciones eléctricas y magnéticas. Tal es nuestra tesis.
No es cosa de hoy ni de ayer: tiene ya tras sí una
larga historia. Investigaciones como las llevadas al cabo por mí, no son sino un
eslabón en una larga cadena. Y no sólo del eslabón particular, sino de la cadena
entera, es de lo que deseo hablaros.
He de confesar que no es fácil hablar acerca de estas
materias de modo intelegible y exacto a la vez. Los procesos que tenemos que describir
se realizan en el espacio vacío, en el libre éter. No podemos asirlos con las manos,
ni escucharlos con los oídos, ni verlos con los ojos. Hablan a nuestras intuiciones y
conceptos; a nuestros sentidos no dicen casi nada.
Por eso trataremos de echar, mano en cuanto fuere
posible, de las intuiciones y conceptos; que ya poseemos. Antes de pasar más
adelante, preguntémonos, pues, qué es lo que sabemos en realidad acerca de la luz y
de la electricidad; y luego indagamos que tienen que ver la una con otra.
Así, pues, ¿qué es la luz? Desde los tiempos de
Young y de Fresnel sabemos que es movimiento ondulatorio. Conocemos la velocidad de
las ondas, conocemos su longitud, sabemos que son ondas transversales; en suma,
conocemos a punto fijo las relaciones geométricas del movimiento ondulatorio de la
luz. La posibilidad de que tal doctrina llegara a refutarse es para el físico cosa
inconcebible; ya no podemos conservar ni la menor duda en cuanto a este punto. Es
moralmente cierto que es verdadera la teoría ondulatoria de la luz; y no menos
ciertas son las conclusiones que necesariamente se siguen de ello. Por lo tanto, es
cierto que toda el espacio que conocemos no está vacío, sino lleno de una sustancia,
el éter, que puede hacerse vibrar. Pero, si bien es claro y distinto el conocimiento
que tenemos de las relaciones geométricas de los procesos que ocurren en la sustancia
sobredicha, adolecen de vaguedad nuestras ideas acerca de la naturaleza física de los
tales procesos, y no son del todo coherentes los postulados que admitimos acerca de
las propiedades físicas de tal sustancia.
Al principio, por analogía con el sonido, se pensó
sin más ni más que las ondas luminosas eran ondas elásticas, y como a tales se les
trató. Pero he aquí que las únicas ondas elásticas que sabemos que se dan en los
fluidos son ondas longitudinales. No conocemos ondas elásticas transversales en
fluidos. Más aun: ni siquiera son posibles, porque están en contradicción con la
naturaleza del estado líquido y gaseoso. Por eso los hombres se vieron forzados a
sostener que el éter que llena el espacio se conduce como si fuese el cuerpo sólido.
Pero, cuando pasaron a considerar y a tratar de explicar la trayectoria sin tropiezos
que siguen los astros en el firmamento, se vieron obligados a conceder que el éter se
conduce a modo de fluido perfecto. Cotejando entre ambas afirmaciones, nos hallamos
sumidos en inexplicable y penosa contradicción, que desfigura las explicaciones de la
óptica, por la semejante falla, recurramos a la electricidad. Acaso al estudiar
hallaremos algún medio para solventar la dificultad.
Pero, ¿qué es la electricidad? Pregunta es ésta
importante y al mismo tiempo ardua. Interesa tanto al profano como al hombre de
ciencia. Los más de quienes hacen la pregunta dicha, ni por asomo dudaron de la
existencia de la electricidad. Lo que piden es una descripción de ésta, una
enumeración y recuento de las peculiaridades de esa maravilla que llamamos
electricidad. Al hombre de ciencia la pregunta se le plantea más bien de este modo
¿Existe eso que llamamos electricidad? ¿No pueden los fenómenos eléctricos, como
tantos otros, reducirse a las propiedades del éter y de la materia ponderable? Lejos
estamos de poder da a tal pregunta respuesta rotundamente afirmativa. Gran papel
desempeña en nuestros conceptos esa cosa que concebimos como electricidad. Las ideas
tradicionales de electricidades que mutuamente se atraen y se repelen, y que están
dotadas de la propiedad de actuar a distancia, a modo de una facultad espiritual, son
ideas a que estamos acostumbrados y a las cuales tenemos cierta afición. En la
actualidad dominan indiscutiblemente como maneras comunes de expresarnos. La época en
que se formaron estos conceptos fue la época en que logró su triunfo más egregio la
ley newtoniana de la gravitación universal, época en que todos estaban acostumbrados
a la idea de la acción a distancia. Las atracciones eléctricas y magnéticas se
sometían a la misma ley que la gravitación universal; no hay que asombrarse, pues,
de que los hombres creyesen en el mero postulado de la acción a distancia bastaba
para explicar todos los fenómenos y para reducirlos a su última causa intelegible.
Las cosas han cambiado de aspecto en el presente siglo,
al conocerse las relaciones entre la electricidad y el magnetismo, porque son ellas
múltiples hasta lo infinito, y en ellas desempeñan papel importante el movimiento y
el tiempo. Fue menester aumentar el número de acciones a distancia y perfeccionar la
forma de las mismas. De esta suerte la teoría fue perdiendo paulatinamente su
sencillez y su probabilidad física. Trataron los hombres de compensar esa mengua,
buscando leyes más sencillas y comprensivas, denominadas leyes elementales. El
ejemplo más importante de las tales lo hallamos en la famosa ley de Weber. Sea cual
fuere la opinión que nos hayamos formado de su exactitud, hemos de reconocer que es
una tentativa que en conjunto constituye un sistema comprensivo y lleno de atractivo,
en cuyo círculo mágico quedaron presos para siempre quienes se dejaron atraer. Y si
el rumbo señalado era falso, la verdadera orientación no podía darla sino un hombre
de inteligencia extraordinariamente despejada, un hombre que mirase los fenómenos con
los ojos bien abiertos y sin prejuicios, un hombre que tomase como punto de partida lo
que había visto por sí mismo, y no lo que había oído, aprendido o leído. Ese
hombre fue Faraday.
Sin duda Faraday había oído decir que al electrizarse
un cuerpo, alguna cosa se mete en él; pero vio que los cambios que ocurren no se
hacen sentir dentro, sino fuera. A Faraday le enseñaron sencillamente que las fuerzas
actúan a través del espacio; pero vio que desempeña un papel importante la clase
particular de materia que hinche el espacio a través del cual se supone que actúan
las fuerzas. Faraday había leído que la existencia de las electricidades era cosa
cierta; y que, por el contrario, se discutía mucho acerca de las fuerzas desplegadas
por ellas; pero vio que los efectos de dichas fuerzas se manifestaban de manera
patente, y en cambio, nada pudo ver o percibir en cuanto a las electricidades mismas.
De esta suerte se formó un concepto del todo diferente y opuesto acerca del asunto.
Para él las realidades verdaderamente presentes y tangibles fueron las fuerzas
magnéticas y eléctricas; y las cosas cuya existencia puede ponerse en tela de juicio
fueron para él la electricidad y el magnetismo.
Al ojo de su inteligencia presentábansele en el
espacio las líneas de fuerza –que así denominaba él las fuerza consideradas
independientemente- con condiciones del espacio mismo, como tensiones, torbellinos,
corrientes o lo que fuesen –eso era cosa que no pudo resolver él-, pero que
existían real y verdaderamente, actuando unas sobre otras, empujando y arrastrando
los cuerpos de un lado para otro, propagándose por doquiera y llevando la acción de
una parte a otra. Al reparo de que la única condición posible del espacio vacío es
el reposo absoluto, pudo responder con algunas preguntas: "¿Está realmente
vacío el espacio?" ¿No nos compelen los fenómenos lumínicos a pensar que
está lleno de algo? El éter que transmite las ondas luminosas, ¿No sería también
capaz de transmitir los cambios que llamamos magnéticos y eléctricos? ¿No podría
pensarse que existe cierta conexión entre los sobredichos cambios y las ondas
luminosas? ¿No podrían ser éstas causa de un como estremecimiento de las líneas de
fuerza?
Hasta qué punto había llegado Faraday con sus ideas y
barruntos. Demostrarlo no pudo, por más que buscó pruebas con grande ahínco.
Solazábase indagando las conexiones existentes entre la luz, la electricidad y el
magnetismo. La hermosa conexión que descubrió no fue la que buscaba. Insistió en su
empeño una y otra vez, y sus investigaciones no se terminaron sino con su muerte.
Entre las preguntas que se hacía hubo una que de continuo se le presentaba al
pensamiento: "¿Necesitan tiempo para propagarse las fuerzas eléctricas y
magnéticas? Cuándo excitamos un electroimán por medio de una corriente, ¿Se
perciben los efectos simultáneamente en todas las distancias? O bien, ¿Cuando más
nos alejamos del cuerpo, más tarde llegan las oscilaciones? En tal caso, las
oscilaciones se propagarían por el espacio a modo de ondas: ¿Existen tales ondas? A
tales preguntas no pudo responder Faraday".
Y, sin embargo, la respuesta tiene estrechísima
vinculación con los conceptos fundamentales del físico inglés. De existir las tales
ondas electromagnéticas, que a partir de un punto de origen recorren libremente el
espacio, nos muestran a las claras la existencia independiente de las fuerzas que las
producen. La mejor manera de probar que dichas fuerzas no actúan a través del
espacio, sino se propagan pasando de un punto a otro, consiste en seguirles los pasos
instante tras instante. Las ecuaciones planteadas no son insolubles; al contrario,
pueden estudiare valiéndose de métodos muy sencillos. De haber tenido Faraday la
buena suerte de dar con esos métodos, al punto habrían quedado corroboradas sus
ideas. Tan de manifiesto habría quedado la conexión entre la electricidad y el
magnetismo, que la hubieran percibido ojos menos perspicaces que los suyos.
Pero no le fue dado a la ciencia hallar atajo tan breve
y tan recto. Durante algún tiempo los experimentos no indicaron ninguna vía de
solución; y la teoría comúnmente aceptada no iba en la dirección de las ideas de
Faraday. La tesis según la cual pueden existir fuerzas eléctricas independientemente
de sus electricidades, estaba en pugna con las teorías aceptadas acerca de la
electricidad. Asimismo, la teoría dominante en el campo de la óptica se negaba a
admitir la idea de que las ondas de luz pudieran no ser elásticas. Parecía poco
menos que ociosa especulación todo intento de discutir a fondo cualquiera de las dos
tesis sobredichas. Por eso es más de admirar al genio afortunado del hombre que pudo
vincular entre sí esas conjeturas, al parecer inconexas, de tal modo que mutuamente
se corroborasen y formasen una teoría que todos tuvieron que reconocer al punto
cuando menos como plausible. Este hombre fue un inglés: Maxwell.
Conocía yo la monografía en 1865 acerca de la teoría
electromagnética de la luz. No es posible estudiar esa maravillosa teoría, sin
sentir la impresión de que las ecuaciones matemáticas tienen vida e inteligencia
propias, de que son más sabias que nosotros y hasta que su mismo descubridor; de que
dan más que recibieron. No es ello cosa imposible: puede ocurrir, cuando resulta que
las ecuaciones son más correctas de lo que pudo saber con certeza su descubridor.
Pero también es verdad que esas ecuaciones exactas y comprensivas no se revelan sino
a quienes con penetrante mirada recogen todos los indicios de una verdad apenas
perceptible en la naturaleza. Bien conocen los iniciados la pista seguida por Maxwell.
Ya había llamado la atención de otros investigadores: a Reimann y a Lorentz les
había sugerido especulaciones de índole semejante, aunque no tan fecundas en
resultados. La electricidad en movimiento produce fuerza eléctrica; pero ambos
efectos no pueden percibirse sino a velocidades grandes. De esta suerte se manifiestan
velocidades en las relaciones mutuas que existen entre la electricidad y el
magnetismo; y la constante que rige dichas relaciones es también velocidad, y de
magnitud extremadamente grande. Esa constante se determinó por diversos
procedimientos. Los primeros en determinarla fueron Kohlrauch y Weber, mediante
experimentos exclusivamente eléctricos. Y resultó ser idéntica, teniendo en cuenta
los errores accidentales de experimentación propios de medición tan difícil a otra
velocidad importante: la velocidad de la luz.
Tal coincidencia pudiera decirse que era casual; pero
difícilmente podía considerarla como tal un discípulo de Faraday. Túvola Maxwell
por indicio de que el mismo éter debe ser el medio por donde se transmiten así la
luz como la energía eléctrica. Las dos velocidades que resultaban casi idénticas
habían de ser idénticas. Pero, en tal caso, habían de intervenir en las ecuaciones
eléctricas las constantes ópticas más importantes. Tal fue el vinculo de unión que
Maxwell se propuso estrechar. Desarrolló las ecuaciones eléctricas a tal punto que
abarcasen todos los fenómenos hasta entonces conocidos, y amén de ellos otra clase
de fenómenos hasta entonces desconocida: las ondas eléctricas.
Las tales habían de ser ondas transversales, dotadas
de la longitud de onda que se quisiese, con tal de que se propagasen por el éter a
una misma velocidad: la de la luz. Y he aquí que Maxwell logró hacer ver que
realmente existen en la naturaleza ondas que tienen
esas propiedades geométricas, aun cuando acostumbramos designarlas, no como
fenómenos eléctricos, sino con el nombre especial de luz. Si se tiene por falsa la
teoría de Maxwell, no hay ninguna razón para aceptar sus ideas sobre la naturaleza
de la luz. Y si se afirma que las ondas luminosas son ondas meramente elásticas,
pierde todo su sentido la teoría eléctrica de Maxwell. Pero si examinamos el
edificio construido por éste, sin dejarnos ofuscar por prejuicios procedentes de las
ideas comúnmente admitidas, veremos cómo todas sus partes se sostienen mutuamente,
como los sillares de un arco tendido por sobre el abismo de lo desconocido, para unir
dos sectores de lo conocido.
Por lo difícil de la teoría de Maxwell, corto fue al
comienzo al número de sus discípulos. Pero cuantos la estudiaron a fondo,
convirtiéndose en adeptos a la misma y se dieron a buscar con ahínco pruebas de sus
postulados originales y de sus conclusiones últimas.
Como es natural, por espacio de largo tiempo, la prueba
experimental no pudo aplicarse sino a proposiciones separadas, a los accesorios de la
teoría.
Acabo de comparar la teoría de Maxwell con un arco
tendido sobre un abismo de cosas desconocidas. Si me permite seguir desarrollando la
comparación, diré que durante mucho tiempo el único apoyo adicional que se dio al
sobredicho arco para consolidarlo fueron sus dos pilares. De esta suerte podía el
arco soportar sin peligro su propio peso; pero la presión era todavía tan grande,
que no podíamos aventurarnos a construir nada más encima de él. Para esto era
menester contar con pilares especiales, edificados sobre terreno sólido y destinados
a sostener el centro del arco. Un pilar de esta clase consistiría en probar que la
luz puede producir directamente efectos eléctricos o magnéticos. El tal pilar
sostendría directamente el lado óptico de la construcción e indirectamente el lado
eléctrico de la misma. Otro pilar consistiría en probar la existencia de ondas de
energía eléctrica o magnética, capaces de propagarse a la manera de las ondas
luminosas. Este pilar sostendría directamente el lado eléctrico del arco e
indirectamente su lado óptico.
Para completar la construcción de modo simétrico,
habían que construirse ambos pilares; pero hubiera bastado comenzar con uno de ellos.
Hasta ahora no hemos podido comenzar el primero; pero afortunadamente, tras
prolongadas investigaciones, se ha encontrado punto de apoyo firme para el segundo. Se
han puesto cimientos de extensión suficiente; parte del sobredicho pilar se ha
construido ya; merced a la ayuda de numerosos obreros voluntarios, pronto llegará al
final del arco, y permitirá a éste soportar el peso de lo que seguirá construyendo
sobre él. Hallándose la faena en esta etapa, me cupo la suerte de poder arrimar el
hombro al trabajo. A ello debo el honor de dirigiros hoy la palabra; y, por lo tanto,
me perdonaréis que trate ahora de concertar vuestra atención exclusivamente en este
aspecto de la construcción. La falta de tiempo me obliga, contra mi voluntad, a pasar
por alto las indagaciones llevadas a cabo por muchos otros investigadores. Por eso no
podré explicaros de cuántos modos se preparó el camino para mis experimentos y
cuán cerca anduvieron de realizar los sobredichos otros varios investigadores.
¿Era cosa tan difícil el probar que las ondas
eléctricas y magnéticas necesitan tiempo para propagarse? ¿No hubiera sido fácil
cargar una botella de Leyden, y observar directamente si tardaba un poco en producirse
la perturbación correspondiente en un electroscopio colocado a cierta distancia? ¿No
hubiera bastado observar lo que le pasaba a la aguja imantada mientras alguien
colocado lejos de ella excitaba de repente un electroimán?
En efecto, se habían llevado al cabo ya estos
experimentos y otros por el estilo, sin que se notasen indicios de tiempo transcurrido
entre la causa y el efecto. Para los adeptos a la teoría de Maxwell, ello no es sino
resultado inevitable de la enorme velocidad de propagación. El efecto producido por
la carga de la botella de Leyden o la excitación del electroimán sólo podemos
percibirlo a una distancia moderada digamos de unos diez metros. En cruzar esta
distancia, la luz y, por consiguiente, de acuerdo con la teoría., la fuerza
eléctrica, tarda únicamente una treinta-millonésima parte de segundo.
No podemos medir directamente, ni siquiera percibir,
fracción tan pequeña de tiempo. Desdicha mayor aún es el que no tengamos a nuestra
disposición medios convenientes para indicar con la suficiente exactitud el comienzo
y el final de tan breve intervalo. Si deseamos medir una longitud con un décimo de
milímetro de aproximación, sería absurdo señalar con un trazo de tiza el comienzo
de ella. Si deseamos medir un intervalo de tiempo con un milésimo de segundo de
aproximación, sería absurdo señalar el comienzo de tal intervalo con la campanada
de un reloj de torre.
Ahora bien, según nuestras ideas ordinarias, el tiempo
de la descarga de una botella de Leyden es inconcebiblemente corto. Ciertamente ya
sería tal, si fuese una trinta-millonésima parte de segundo. Y, no obstante, para lo
que ahora nos proponemos averiguar, sería mil veces demasiado largo. Por suerte, la
naturaleza nos brinda para este caso un método más delicado. Desde mucho tiempo
atrás se sabía que la descarga de la botella de Leyden no es un proceso continuo,
sino que, a semejanza de las campanadas de un reloj, consta de un gran número de
oscilaciones, de descargas de sentido contrario, que se siguen unas a otras a
intervalos exactamente iguales. La electricidad puede simular los fenómenos de la
elasticidad. El período de una sola oscilación es mucho más breve que la duración
total de la descarga; lo cual nos insinúa la idea de echar mano de una sola
oscilación como indicador. Pero, por desdicha, la más breve oscilación observada
hasta ahora tarda un buen millonésimo de segundo. Mientras una oscilación así va
avanzando efectivamente, sus efectos se esparcen cubriendo una distancia de
trescientos metros; de modo que dentro de las modestas dimensiones de una sala, se
percibirían casi en el mismo instante de comenzar la oscilación. De modo, pues, que
con los métodos conocidos no podía avanzarse en el estudio del problema; sino eran
menester algún conocimiento nuevo.
Llegó éste bajo la forma del descubrimiento de que no
sólo la descarga de la botella de Leyden, sino supuestas las condiciones
convenientes, la descarga de cualquier conductor produce oscilaciones. Estas
oscilaciones pueden ser mucho más breves que las de la botella de Leyden. Al
descargar el conductor de una máquina eléctrica, excitamos oscilaciones cuyos
períodos fluctúan entre un cien-millonésimo y un mil-millonésimo de segundo.
Verdad es que estas oscilaciones no se suceden en serie larga y continua: son escasas
en número, y expiran rápidamente. Para nuestros experimentos nos vendría mucho
mejor que las cosas ocurriesen de otra manera. Pero, no obstante, hay posibilidades de
buen éxito, con tal de que logremos obtener dos o tres indicaciones determinadas con
esta exactitud. Así, por ejemplo, en el dominio de la acústica, si nos privaran de
los tonos continuos de tubos y cuerdas, bien pobre sería la música que podríamos
conseguir, golpeando pedazos de madera.
Poseemos ahora indicadores para los cuales no es
demasiado breve una treinta-milésima parte de segundo. Mas de poco nos servirían, si
no pudiésemos percibir en realidad su acción a la distancia requerida, o sea a uno
diez metros. Podemos lograrlo por un medio muy sencillo. En el punto preciso donde
queremos descubrir la fuerza, colocamos un conductor, pongo por caso un alambre recto
interrumpido en medio por una pequeña ranura o distancia explosiva. La fuerza alterna
y rápida pone en movimiento la electricidad del conductor y da origen a una chispa en
la ranura. Este método hubo de hallarse por medio de la experiencia; pues por mucho
que razonásemos, nunca podríamos predecir si daría o no resultados satisfactorios,
porque las chispas son microscópicamente cortas –como que su longitud llega apenas
a un centésimo de milímetro- y duran tan sólo como un millonésimo de segundo. Casi
parecería imposible y absurdo el que fuesen visibles; pero en una sala sumida en
oscuridad perfecta, son visibles para el ojo humano que se ha habituado bien a la
oscuridad. De hilos tan tenues pende el éxito de nuestra empresa.
Al principio nos topamos con un sin fin de preguntas
¿En qué condiciones podremos obtener las oscilaciones mejores? Hemos de indagar con
todo cuidado cuáles son esas condiciones y hacer de ellas el mejor uso posible.
¿Cuál es la mejor forma que podemos dar al oscilador? Podemos elegir alambres
derechos o alambres circulares, o conductores de otras formas; y en cada caso la
elección tendrá algún influjo en los fenómenos. Una vez elegida la forma, ¿Qué
tamaño escogeremos? Pronto nos percatamos de que este punto tiene su importancia, de
que ciertos conductores no son aptos para toda suerte de oscilaciones, de que entre
ambas cosas existen relaciones que nos traen a la memoria los fenómenos acústicos de
resonancia. Y, por último ¿No existen incontables posturas que podemos dar aun
conductor respecto de las oscilaciones? En algunas de esas posturas las chispas son
fuertes, en otras más débiles, y en otras desaparecen por completo.
Quizás os interesaría que os hablase de los
fenómenos peculiares que aquí se producen; pero me atrevo a quitaros tiempo con
estas cosas, porque son pormenores; pormenores digo, para cuando estamos dando una
hojeada a los resultados generales de la investigación; pero de ningún modo
pormenores sin importancia para el investigador mientras se halla entregado a una
faena de esta clase. Son peculiaridades de los instrumentos con que tiene que
trabajar; y el buen éxito del obrero depende de cómo se las entiende con sus
herramientas. El estudio concienzudo de los instrumentos y de las cuestiones antes
mencionadas constituyeron una parte muy importante de la faena que debería de
llevarse al cabo. Hecho esto, obvio fue el método para solventar el problema
principal.
Si entregáis a un físico un cierto número de
diapasones y resonadores, y le pedís que demuestre cómo requiere tiempo la
propagación de las ondas acústicas, no hallará la menor dificultad en hacerlo, ni
siquiera dentro del estrecho recinto de una sala. Coloca un diapasón en un punto
cualquiera de la sala, escucha con el resonador en varios puntos situados en derredor
de aquél y observa la intensidad del sonido. Demuestra cómo en ciertos puntos el
sonido es muy tenue, y cómo proviene esto de que en los tales puntos se anula toda
oscilación a causa de otra que, habiendo partido después de ella, llegó hasta el
punto por un camino más corto. Si un camino más corto requiere menos tiempo que otro
más largo, quiere decir que la propagación requiere tiempo. Así queda resuelto el
problema. Pero el físico, pasando más adelante, nos hace ver cómo las posiciones de
silencio se suceden a distancias regulares e iguales; y, fundándose en ello,
determina la longitud de onda, y con tal que conozca el tiempo de la vibración del
diapasón, puede deducir de allí la velocidad de la onda. Del mismo modo procedemos
en el caso de nuestras ondas eléctricas. En vez del resonador, usamos nuestro alambre
interrumpido, que bien pudiéramos llamar resonador eléctrico. Observamos que
colocándolo en ciertos sitios se producen chispas en la ranura, y en otros sitios no.
Vemos como los puntos muertos se suceden periódicamente en orden determinado. De esta
suerte queda probado que la propagación requiere tiempo y puede medirse la longitud
de onda. Cabe preguntarse luego si tales ondas son longitudinales o transversales. En
un sitio determinado colocamos nuestro alambre en dos posturas diferentes con respecto
a la onda; en una postura responde, y en otra no. Con eso basta; el problema está
resuelto: nuestras ondas son transversales.
Ahora nos queda por hallar su velocidad. Multiplicamos
por el período calculado de oscilación la longitud de onda medida, y hallamos una
velocidad aproximadamente igual a la de la luz. Por si todavía nos quedan dudas
acerca de la exactitud del cálculo, tenemos otro método a la mano. En los alambres,
lo mismo que en el aire, la velocidad de las ondas eléctricas es por extremo grande;
de manera que entre ambas podemos establecer comparación directa. Ahora bien, hace ya
tiempo que se ha medido directamente la velocidad con que se trasmiten las ondas
eléctricas a lo largo de dos alambres. Era este problema más fácil de resolver;
porque puede seguirse el recorrido de tales ondas a lo largo de muchos kilómetros.
Así obtenemos otra medida, puramente experimental, de nuestra velocidad, y, si bien
el resultado es mera aproximación, cuando menos no está en pugna con el otro.
Todos estos experimentos son de suyo muy sencillos,
pero nos llevan a conclusiones de suma importancia: dan el golpe de gracia a toda
teoría que postule que las fuerzas eléctricas actúan a través del espacio
independientemente del tiempo. Y señalan el triunfo glorioso de la teoría de
Maxwell.
Del libro Autobiografía de la ciencia de
Forest Ray Moulton y Justus J. Schifferes (Traducción de Francisco A. Delpiane).